La particular restauración valenciana que nunca cambia...

Algunas particularidades de la restauración en Valencia que no cambian...
ni aunque haya amenaza de Tsunami






Cuando era pequeño no comía en restaurantes a no ser que fuera en fechas muy señaladas como comuniones o bautizos. Ya por entonces me fijaba en esos pequeños detalles, que en muchos casos no han cambiado en décadas, y que hacen que la restauración en Valencia sea observada como diferente.

Aunque es de recibo decir que no todos los bares y restaurantes valencianos se comportan de la misma forma y que las cosas han cambiado mucho, hoy por hoy, todavía hay pinceladas que personalmente me pasman, como por ejemplo que tenga que existir música ambiental mientras comes, sobre todo cuando el volumen está tan alto que te imaginas a ti mismo bailando en una Rave londinense en vez de estar disfrutando de un momento de paz con tus amigos o familiares. Pero todavía encuentro más detestable que me amenicen la velada con Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, el inefable Adagio de Albinoni, la insoportable banda sonora de Titanic, las melosas canciones de Enya, o esas baladas de jazz escuchadas una y mil veces. 
 
 

Señores dueños de restaurantes: ¡A sus negocios la gente acude a comer y a conversar tranquilamente mientras lo hace, no a escuchar música! Es algo que debería quedar relegado tan sólo a los bares de copas y locales nocturnos en general.

Y ya metidos en cuestión, tampoco me agrada cuando me dirijo a un bar de tapas, me siento y espero a que se acerque un camarero para tomar nota, le pido la carta y el se queda impertérrito mirándome, sin moverse ni gesticular como si fuera Sylvester Stallone o peor aún, Steven Seagal, mientras se echa mano al bolsillo de la camisa, saca una libreta y un bolígrafo y me canta a la velocidad del rayo un montón de platos que me sumergen en un mar de dudas, pues no recuerdo más allá del quinto y me ha citado como veinte. Es entonces cuando pienso que le pediría tal o cual cosa, pero como no sé lo que cuesta porque no hay carta, siento en mi fuero interno que voy a ser timado. En ese instante el camarero suele declamar una frase, que probablemente haya ensayado muchas veces delante del espejo hasta perfeccionarla, y que como le hagas caso, tendrás que correr al cajero más cercano para pagar una cuenta desorbitante. La frase es la siguiente: “Tengo un pescadito fresco del día muy bueno y unas gambas de Denia excepcionales”. Entonces si la repites interiormente tres veces y le dices que de acuerdo... ¡Estás sencillamente muerto! 
 
 

Tampoco puedo soportar que me digan que ese chuletón que me acaban de servir es de buey cuando está clarísimo que es de vaca vieja, pues no habría bueyes en el mundo para proveer a todos los restaurantes y bares de la Comunitat Valenciana. Por otra parte, tenemos la cuestión de que la ensalada de tomates Raf, que te cobran como si fueran criados a pecho por un ama de cría de El Perelló, son Raf pero de segunda categoría, odio también que intenten colocarme un entrante con foie (señores llevo desde mediados de los noventa comiendo foie y mi aspecto de pato cada vez es más alarmante). ¡No quiero volver a comer foie nunca más en toda mi vida! También es claramente acongojante cuando pides sepia a la plancha y regresan extrañamente rápido, con un plato que contiene unos insípidos cuadraditos de gran grosor que a ciencia cierta sabes que es potón y que al introducirlo en la boca te producen la sensación de estar deglutiendo poliespan a la plancha. 
 
 

Ahora que tenemos el verano a las puertas, hay otro gran problema en Valencia (imagino que en el resto de la España cálida también sucede), un inconveniente que se ve acrecentado y multiplicado en aquellos bares y restaurantes en los que el dueño exige una uniformidad a sus empleados, vestimenta que casi siempre consiste en pantalón o falda de color negro o azul marino y camisa blanca. El problema fundamental es el estrés, las prisas y el calor que atenaza a los camareros, a lo que hay que unir que para ahorrar el dueño del local de turno adquiere casi siempre una partida barata de camisas de tergal que no transpiran. ¿Cuántas veces les ha ocurrido que al dejarles el camarero una tapa de patatas bravas o de calamares a la romana sobre su mesa han sentido el fétido aliento de un Orko de la Tierra Media a su espalda? Pues eso: ¡Tergal! 
 
 

Tampoco es de recibo que en algunos restaurantes no haya mantel, que en otros la ración de paella sobrepase los 20 euros (a veces me pregunto si lleva oro comestible), que no te pongan una cuchara junto al resto de los cubiertos si es evidente que te la vas a comer del recipiente, que los vinos sigan triplicando los precios, que te cobren tres euros por cuatro rebanadas de pan y que cuando pides una botella grande de agua mineral te digan que sólo las tienen de medio litro o incluso más pequeñas (uno ya sabe, porque la experiencia es un grado, que la van a cobrar como si fuera de litro, y que si emplean esos sutiles ardides para acrecentar la cuenta final, probablemente también se traslade de alguna manera al precio final de la comida). 
 
 

Llámenme rarito si quieren pero soy de los que si puede evitarlo nunca como helados o dulces de postre. Casi siempre finalizo mi comida con una pieza de fruta. En temporada de naranjas Navelinas siempre las pido y no hay ocasión en la que no sude la gota gorda intentando pelar una con un cuchillo de postre minúsculo que no corta ni bajo amenaza de muerte, que causan furor en toda nuestra querida terreta y que seguramente fabrica un vengativo empresario que odia a los valencianos profundamente. 
 
 

Salir a comer a un restaurante es una aventura tipo ‘Indiana Jones’ que nunca se sabe muy bien cómo va a terminar. Por eso, todos tenemos nuestros restaurantes favoritos, lugares a los que indefectiblemente regresamos porque nos gusta tanto su comida, como el entorno y el trato que nos brindan.